LUPITA.
4.
(Courtesy abc7news.com)
Una mañana de finales de julio tras la festividad del Apóstol Santiago, el día de Santa Ana, hacía un calor tórrido. Mar y la tía Adela llegaban las primeras a la parroquia cuando tropezaron con dos sujetos que salían precipitadamente del lugar para montarse en una furgoneta de una empresa de acondicionamiento de aire. Llevaban sendos monos oscuros e iban tan absortos que uno de ellos arrolló a Mar aunque la ayudó amablemente a levantarse y le pidió disculpas. El otro aguardaba impaciente mientras el vehículo arrancaba. Les vieron marcharse deprisa y Adela en tono fatalista le comentó a Mar que iban a pasar calor ese día.
—¿Por qué?— preguntó Mar.
—Porque esos técnicos parece que han salido huyendo de las broncas del padre Lonergan. Eran técnicos del aire acondicionado y si han venido tan pronto es porque urgía. Con este calor, dentro de un par de horas, vas a saber lo que es estar en el Valle de la Muerte. Lo menos ciento treinta grados.
—Exagerada.
Entraron en el edificio y su frescor les hizo estremecerse. El problema tal vez fuera que iban a ser las únicas personas en esa parte del país que iban a pasar frío. Pero todo pasó a un segundo plano cuando vieron en el suelo el cuerpo del padre Lonergan. Junto a él había un charco de sangre. Adela llamó inmediatamente a la policía y tomó unas fotos con su teléfono móvil antes de tocar el cuerpo. Estaba vivo pero una brecha en la cabeza no dejaba de sangrar. Le urgió a Mar a que buscara toallas o lo que fuera con lo que pudiera contener la hemorragia. Un rato después estaban camino de la comisaría. Mar se había fijado bien en el técnico y tenía que colaborar en la realización de un retrato robot. El padre Pérez siguió con las actividades de la parroquia aunque sin la colaboración de Mar.
Un coche patrulla las llevaba cuando al detenerse en un semáforo les tirotearon desde una moto hiriendo a uno de los agentes. El otro, las ayudó a salir del habitáculo para que se hicieran fuerte al otro lado del vehículo mientras repelía a sus agresores que huyeron. Se levantaron y de repente el policía cayó al suelo. Adela cogió de la muñeca a su sobrina y corrió entre el tráfico buscando un edificio donde refugiarse. En la entrada del metro metió su mano en el bolso, sacó el dinero que llevaba y se lo hizo guardar a Mar. Luego le ordenó que corriera y se pusiera a salvo. Mar se fijó que la sangre que tenía su tía no era sólo la del padre Lonergan. Aterrada corrió escaleras abajo. Se metió en el primer convoy que vio pasar y se apeó en alguna parada del recorrido sin fijarse donde. De hecho caminó errática el resto de la mañana hasta que el hambre la hizo entrar en una cafetería. Allí se fue al baño, se aseguró de que no hubiera nadie, contó el dinero y apartó unos dólares para tomar algo.
Mientras comía una hamburguesa en la barra junto a un par de transportistas de algún lugar de El Salvador o Nicaragua escuchó las noticias en televisión y un coche pasó despacio mirando sus ocupantes a la concurrencia a través de los ventanales. Decían que había tenido lugar un tiroteo en el centro de la ciudad en el que habían muerto dos agentes cuando conducían detenidas a dos inmigrantes hispanas relacionadas con un tema de drogas y mostraban las fotos de la tía Adela y de ella. Por fortuna la gente no estaba por reconocer a nadie y menos a una niña. La sospechosa mayor había sido detenida tras enfrentarse a otros agentes que habían tenido que emplear sus armas con ella. Se pedía la colaboración ciudadana para detener a Mar.
Mar intentó regresar a su casa pero uno de los pandilleros de su barrio cuando la vió la detuvo. Ella le conocía porque era uno de esos sujetos de los que tenía que apartarse pero, cuando no quedaba más remedio que cruzarse con él o intercambiar alguna palabra, siempre lo había tratado como a los demás: con educación y respeto.
—No sé qué estará pasando pero se que tu tía y tú no estáis metidas en nada. Por lo que he oído esto es muy gordo. Tu casa está vigilada y también las de tus parientes. Hay federales de por medio. Búscate un sitio en el que no te conozcan y escóndete. Me voy, esto es peligroso incluso para alguien como yo.
Mar apenas acertó para darle las gracias antes de que se esfumara. ¿Qué podía hacer? ¿Dónde podía ir? Estaba aturdida por la precipitación de los acontecimientos. Si al menos pudiera pensar. ¡Sí, Eunice! ella seguro que le ayudaría y Chicago estaba lo bastante lejos como para que no la encontrasen pero, ¿le daría el dinero? Buscó un sitio sin cobertura, copió unos números de su móvil en un papel y luego rompió el aparato que tanto esfuerzo le había supuesto a sus padres comprar. Los federales tenían muchos medios pero ella era también muy lista. Se escondería donde no la encontrasen. Lo mejor era salir de la ciudad, dejar a la familia para no comprometerla más. Tenía que llamarles. ¡No! pondría sobre aviso a quienes la buscaban. Seguramente los teléfonos estarían intervenidos. De nuevo se quedó bloqueada, en blanco, y paseó sin rumbo durante horas hasta que agotada buscó un rincón donde no era fácilmente visible y se quedó dormida.
Al amanecer despertó. Se esperaba un nuevo día bochornoso. Creía haber encontrado la solución en sus sueños: Eunice y Cecilly. Sus amigas la acogerían. Ambas estaban muy lejos pero tenía dinero y la posibilidad de colarse en algún autobús. Corrió pues a la estación que conocía. No pensaba con claridad. Estaba cansada y hambrienta. Le parecía que todo el mundo la miraba. Un policía pasó a su lado pero no la dijo nada. Ni siquiera se percató de que se había quedado rígida de miedo pues no le había visto venir por su espalda. Corrió a los baños y se lavó y trató de calmarse. Ante el espejo se acomodó la ropa y ordenó su pelo que recogió con una goma. Una vez que se serenó su mente parecía que volvía a funcionar y más decidida y resuelta se colocó en la cola para comprar un billete a Chicago. Habían más personas que tenían intención de ir allí pero, cuando oyó el precio del viaje, quedó claro que sólo podía contar con Cecilly.
5.
(Courtesy os lahosken.san-francisco.ca.us)
—Por favor, un billete económico para Helena, Montana.
El empleado la miró de arriba a abajo. Receloso preguntó si era para ella. Mar miró rápidamente hacia atrás y señalando a una joven morena, probablemente mejicana también y respondió.
—No, es para mi hermana. Mar. Mar Velázquez.
Mar parecía haber convencido al empleado. Este miró que hubieran plazas, le dijo que el trayecto serían ciento treinta y siete dólares y le informó de los transbordos. Mar le escuchó con atención mas, viendo que volvía a sospechar decidió cortarle con un “no te enrolles”. De todos modos ya sabía suficiente.
—Gracias, pero Mar ya ha hecho antes este trayecto. Gracias… gracias.
Como le pareció notar que el empleado no le quitaba el ojo de encima se acercó a la joven morena. Se puso a su lado y le preguntó en español un par de tonterías sobre dónde podía tomar un sandwich y si tendrían que esperar mucho para salir a Sacramento y que no podía decirle. La joven le respondió con detalle a la primera pregunta, en español también y a la segunda sólo le dijo que no iba a Sacramento. El empleado seguía atendiendo a la gente en la cola del mostrador sin hacerlas caso y Mar juzgó más prudente desaparecer de la estación hasta poco antes de la partida que estaba prevista para… ¡la una de la tarde! aún quedaban cuatro horas y le esperaba más de día y medio de viaje. Miró cuánto le había sobrado y trató de encontrar la forma en que le podía sacar mayor partido. ¿Qué habría hecho la tía Rosa?
En la calle compró una botella grande de agua y unas barritas de cereales. Tomó una parte del efectivo que sobraba y devoró un perrito caliente. El resto tenía que bastar hasta dar con Cecilly. La espera se le hacía eterna y era consciente de que cada minuto que pasaba era más fácil que la descubrieran. Al regresar a la terminal buscó el autobús y alguien al que arrimarse y dar así otra imagen. Cuando abrieron se las ingenió para ser la primera en subir y parecer lo bastante ilusionada con el viaje como para haber dejado atrás a su acompañante adulto. Por fortuna se sentó a su lado una joven universitaria más preocupada de su móvil que de cualquier otra cosa en el mundo.
El vehículo se puso en camino puntualmente. Por delante tenía mil cien millas y tres transbordos. El primero al salir de California, en Reno (Nevada) una vez pasada la tarde, a eso de las seis y media. Para entonces ya habría hecho paradas en Oakland y Sacramento, la capital del estado donde vivía. Esa primera etapa la pasó pegada a la ventanilla viendo pasar el paisaje sin que se le quedara nada pues su mente estaba con sus padres, con la tía Adela y en el lugar del tiroteo reviviendo esos segundos de angustia que se le habían hecho tan largos. Tenía miedo y se puso pálida. En Reno prácticamente voló fuera del autobús. Una vez que se informó de los detalles del cambio buscó un teléfono público desde donde llamó a Cecilly. La saludó y la otra tras unos segundos de recelo se mostró feliz de hablar con ella por lo que Mar le adelantó sus planes.
—Mañana por la tarde estaré en Helena. ¿Cómo puedo llegar al rancho de tu abuela?
—¿Mañana aquí?. ¡Espera un minuto!
Fueron sesenta segundos exactos.
—Lupita, os recogeremos en la ciudad y os acompañaremos a vuestro hotel. Yo adelantaré la ida a Helena y no esperaré a mis padres. Mi abuela y yo abriremos la casa y les daremos la bienvenida a la vez de que les ahorraremos el viaje al rancho.
—Cecilly, escucha. No tengo casi tiempo. Te estoy llamando desde un teléfono público y se me acaba el dinero. No tengo celular. Viajo sola y le agradecería a tu abuela que… No, mejor déjalo, sólamente dime cómo llegar y no os molestéis, ni llaméis a nadie ni…
La llamada se cortó. Mar estaba sofocada. Tenía la mente embotada. Se dirigió al embarque y tuvo la suerte de que su compañera de viaje iba también a Salt Lake City. Antes de subirse un guardia de seguridad la detuvo y le preguntó si estaba sola. Señalando a la joven se limitó a decir que iba con ella. El agente y Mar se le acercaron y éste preguntó a la universitaria si Mar iba con ella a lo que la joven, con fastidio porque había tenido que quitarse los auriculares, respondió que al menos desde San Francisco lo había ido hecho y que si quería seguir hasta Salt Lake… pues bien, era cosa suya. Luego se recolocó los auriculares, les dio la espalda y continuó con lo que venía haciendo desde California. Mar creyó oportuno, visto lo ocurrido, añadir algo con resignación.
—Es mi hermana mayor y… no le gusta que le interrumpan la música. No se imagina cuántas broncas con papá y mamá. Yo no tengo teléfono. Mis padres ya dicen que pagan demasiado. Pero, yo sabría utilizarlo…
El agente la interrumpió. Le dijo que no se separara de su hermana. De este modo volvieron a ocupar asientos contiguos pasadas las siete. Mar se sorprendió cuando la estudiante se quitó los auriculares y la invitó a ponerse junto a la ventanilla una vez más. Luego le soltó que no sabía de qué iba ese rollo pero que la había librado de una buena y por lo tanto le debía una. Mar asintió y le ofreció unas barritas mientras ella se comía un par. Luego añadió que se había ido de casa porque su madre era una pesada e iba a ver a su padre en Brigham. La joven asintió pues conocía el lugar y le informó de que dispondría de un par de horas para cambiar de un vehículo al otro y para desayunar. Ella iba a dormir lo que pudiera. Esa noche no iban a ver mucho de Nevada. Todas las luces que habían en Reno serían oscuridad en el camino pues Battle Mountain era apenas un pueblo y Wendover no era mucho más grande. Claro que ella de Houston y estudiaba desde hacía algún tiempo en San Francisco, si bien había pasado muchos años en Salt Lake, donde vivía aún su madre. Al terminar abrió una de las barritas y la devoró.
Mar también comió. Despacio, reaccionando a la posibilidad real de haber tenido que regresar a San Francisco donde qué sería de ella. Seguramente no llegaría a ver a sus padres. Debían de enfrentarse a gente muy profesional y muy peligrosa. Tenía claro que la emboscada había sido para que ella no testificara y que una vez que la encontrasen se volcarían en hacerla desaparecer. Si volvía con los suyos los convertiría de nuevo en objetivos. Ahora también podía ser responsable de que Cecilly lo fuese. No debía de haber emprendido un viaje tan largo. Para ocultarse le hubiera bastado con acercarse a Oakland y habría dispuesto de más dinero. Apenas le quedaban unos centavos. Claro que en Helena,al ser más pequeña, tal vez le fuese fácil buscarse empleos irregulares limpiando, cuidando niños y paseando perros. No habría tanta competencia porque los chavales de su edad estarían en el colegio y con sus familias. Ahí, detuvo sus pensamientos y lloró en silencio. Lo hizo durante un buen rato mientras los viajeros aprovechaban para cerrar los ojos y dormir.
6.
(Courtesy of yelp.com)
Despuntaba el alba ya en Utah cuando Mar abrió los ojos. La joven de su lado aún dormía lo mismo que la mitad del pasaje. La otra mitad, como ella, volvían a la vida. No le pareció ver que hubiera subido o bajado nadie en las dos paradas que hicieron durante la madrugada. Tras casi doce horas sentados a todos les pareció una bendición bajarse del autobús. Mar se despidió de “su hermana” de la que no conocía su nombre ni ella el suyo. Como le habían indicado se aseó lo mejor que pudo y con aspecto de cansancio y sin dinero que gastar recorrió el lugar. De nuevo tenía que ingeniárselas para encontrar “un compañero de viaje” que le permitiera no levantar sospechas pero, ¿qué clase de gente iría hasta Montana? Se acercaba el momento de embarcar y no encontraba a nadie. Al fin decidió arriesgarse y se puso a la fila para subir y acabó por hacerlo sola. Para su sorpresa nadie se sentó a su lado ni nadie le dirigió la palabra. Desde ese instante se acabaron las grandes poblaciones. Eran las ocho y cuarto y se marchaban de Salt Lake City. La primera parada sería en poco más de una hora en Brigham City para entrar, a continuación en el estado de Idaho, y llegar tras casi tres horas a Idaho Falls y en otros cuarenta y cinco minutos a Rexburg. Allí había previsto apearse para estirar las piernas e ir al baño. Luego sólo restaría un alto intermedio, ya en Montana, Butte y por último su destino: Helena.
La última jornada del viaje fue un tormento. El reloj no corría y la carretera era eterna. No tenía nada que hacer ni leer. Trató de dormir y tampoco podía. Sólo le quedaba pensar y, como la víspera, su mente volvía a sus padres y hermanos que estarían preocupados y tristes. Era posible que a estas alturas la policía ya la diera por perdida. Creerían que “los malos” la habían localizado y hecho desaparecer. ¿Cómo estaría la tía Adela? y por primera vez se le ocurrió ¿Qué habría sido de los agentes que las escoltaban? ¿Tendrían familia? Seguro que sí. Volvió a llorar en silencio y a sentirse terriblemente desgraciada, sola, perdida y diminuta.
El plan se cumplió exactamente. A mediodía ya estaban en Idaho y al ponerse en sol en Nevada camino del final del trayecto. En Butte había hecho el último transbordo y esta vez tenía compañera nueva de viaje pero ninguna gana de conversar. Era una anciana viuda bastante afligida y daba la impresión de que ambas habían tenido una pérdida reciente. Al ir a embarcar les había visto un guardia de seguridad pero ante semejante cuadro y por un sentimiento sincero de compasión ante las dolientes no quiso preguntar por sus nombres, destinos ni relación. Pasó junto a ellas y Mar que cada vez se sentía peor no notó siquiera su presencia lo que no la hizo reaccionar de ningún modo y dio una credibilidad absoluta a su personaje.
Cuando se apeó definitivamente se encontraba exhausta. Llevaba más de treinta horas de viaje y de tensión por ser descubierta. Se iba a sentar en un banco cuando ante sí vio la cara pecosa de Cecilly.
—¡Lupita!
La abrazó con un sentimiento sincero e intenso que no se podía haber imaginado en aquella que había sido su archienemiga hasta hacía poco.
—¡Dios!, ¿qué te ha pasado?
Entonces intervino una mujer mayor, de unos sesenta años, alta como Cecilly, delgada y con el cabello cano cortado en una media melena. Sus ojos parecían grises y su tez estaba oscurecida por la vida al aire libre. Debía de ser sin duda la abuela de su amiga.
—No la atosigues, diablejo. Hola, soy Mildred, la abuela de Cecilly. Ven con nosotros. ¿Tienes hambre? La verdad es que se te ve agotada. Ven vamos a casa.
—Gracias. No… no me… no me esperaba que…
Mar conmovida estrechó la mano de Mildred y se encontró sin palabras, al menos en inglés. Su amiga le ofreció su brazo y juntas caminaron al todo terreno de Mildred. Enseguida llegaron a la casa de los padres de su amiga. Durante el trayecto no dijeron nada pero Mar se dio cuenta de que sus anfitrionas esperaban que le contasen algo y, seguramente, sabían más de lo que ella le había dicho a Cecilly. El piso era bonito y para ella muy amplio. Tenía tres dormitorios pero uno lo habían transformado en despacho. Cecilly la condujo a uno de los baños. Le pidió que se diera una ducha y le ofreció un pijama corto para que se cambiara así como una muda. Mar sin desdoblarla la miró y sonriendo, por primera vez en mucho tiempo, le preguntó si creía que iba a poder llevar eso porque la rubia era mucho más grande que ella y seguramente le quedaría enorme.
—Son de mi prima Melanie que tiene nueve años y es más o menos como tú y, no creo que te haga mucha falta el sujetador Lupita. Dúchate y ven a cenar con nosotras. Ahí tienes toallas limpias. ¡Ah! estoy encantada de tenerte en casa.
Antes de dejarla definitivamente añadió:
—No, dudes en usar el secador ni nada que necesites. Te esperaremos. Cuando estamos en la ciudad solemos cenar tarde.
Al salir del baño Mar parecía otra. Sus ojos seguían enrojecidos por el llanto y se le habían formado ojeras pero se la veía sólo cansada y afligida. Su cabellera negra, lacia y larga destacaba sobre el pijama en su mayor parte blanco. Mildred elogió a Mar diciéndola que era muy guapa y luego viendo que traía en las manos su ropa usada, doblada con cuidado, le señaló un cesto grande de mimbre tras una puerta junto a la cocina. Al entrar, junto al cesto, habían una lavadora y una secadora. Mildred le dijo que ya se ocuparía de su ropa la mañana siguiente.
Se sentaron a cenar. Mar no tenía mucho apetito y apenas pudo con la mitad de su plato. Comían en silencio puesto que la invitada no tenía ganas de hablar y ni Mildred ni Cecilly la iban a preguntar.
7.
Mar despertó antes de lo que sus anfitrionas habían pensado. De hecho cuando se levantó sólo Mildred estaba en pie y tomaba una taza de café. Mar saludó educadamente y tras tragar saliva dio las gracias, una vez más, por la hospitalidad.
—Mildred, gracias. Ahora creo que tengo que darle alguna explicación.
—Estaría bien.Sin embargo yo no te las voy a pedir pues estoy segura que me las darás cuando estés lista. Siéntate y desayuna ayer porque cenastes muy poco. He hecho tortitas y una ensalada de frutas. Tengo cacao, ¿Quieres?
—Sí a todo, gracias.
Sonrió a la señora. Le sirvió un buen tazón de chocolate, una porción generosa de frutas y algunas tortitas con sirope de caramelo. Durante un par de minutos comió sin decir nada tras lo cual pausó el ritmo y empezó a relatar lo ocurrido. Cuidó mucho las palabras y controló lo que pudo sus emociones. Mildred le escuchó con atención, sin interrumpirla, sentada a su lado y cogiéndole la mano cuando se le hacía difícil seguir. De vez en cuando asentía y cuando Mar terminó se levantó, llenó un nuevo tazón de cacao y lo llevó a la mesa.
—No sé si debería contárselo a Cecilly. No sé qué hacer. No…
Y ahí se detuvo. Sus ojos volvieron a humedecerse y Mildred la abrazó. Oyó un ruido tras ellas. Se giró un poco y allí estaba su amiga despeinada y con cara de sueño.
—No me cuentes nada que no quieras pero lo he oído todo. No he podido evitarlo. Llevo un buen rato aquí.
Se acercó, le dio un beso a Mildred y ocupó el sitio frente al último recipiente puesto. Preguntó qué iban a hacer y Mar se encogió de hombros. Mildred tomó la palabra y se lo expuso despacio.
—Mar, cuando nos llamaste ya sabíamos parte de lo ocurrido. Mi hijo, el padre de este diablejo, me tenía informada de la agresión al padre Lonergan así como del tiroteo al coche de la policía. También de tu desaparición porque tu madre estuvo llamando a las casas de tus compañeros buscándote. Nos alegramos mucho de saber que estabas bien. Tus padres también.
Mar se alarmó. Si habían intervenido los teléfonos ahora sabrían dónde y a quién buscar. Preguntó también por Adela y los agentes. Entretanto Cecilly desayunaba bien atenta a todo lo que se decía.
—Tu tía, los agentes y el cura siguen hospitalizados. Tu tía ya ha sido interrogada y con la información que facilitó se han podido arrestar a dos personas que han confesado haber ido a la iglesia. Uno era extranjero. Fueron a buscarte a tu casa y forzaron la puerta pero no había nadie. Luego intentaron encontrarte con tus parientes pero las autoridades ya habían desplegado policías y casi los cogieron. Ahora, vamos a llamar a tus padres para que se tranquilicen y de paso para pedirles permiso, si tú quieres, para quedarte unos días con nosotros. Más tarde te compraremos lo que puedas necesitar aunque tengo cosas del verano pasado, que Cecilly dejó pequeñas con su penúltimo estirón.
Cecilly se quedó recogiendo mientras Mar hablaba con su madre. Mildred no se alejó mucho y al final tuvo que ponerse al aparato para recibir las gracias y algunas recomendaciones. Una vez que todo estuvo listo se fueron de tiendas. Mar tenía sentimientos enfrentados. Estaba feliz porque la tía Adela se recuperaba, había hablado con su madre y no sólo no la había reñido sino que la animó a disfrutar los próximos días. Pero, también estaba avergonzada por las molestias que se estaban tomando con ella. Adquirieron lo imprescindible y con ello regresaron deteniéndose por el camino para almorzar algo. Mildred les propuso irse esa misma tarde al rancho y ambas aplaudieron la idea.
Esa noche cenaron y durmieron en la vieja casa de madera donde había crecido Mildred. Allí habían pasado los veranos sus hijos y sus nietos. No estaba excesivamente lejos de la ciudad pero sí lo bastante para que uno se sintiera apartado de la civilización. La construcción estaba asentada sobre un prado en una falsa planicie con una caída casi imperceptible. Los árboles más cercanos se levantaban a cincuenta metros y eran la orilla del bosque. La casa tenía una planta principal y un sótano. La planta principal se elevaba cerca de dos metros sobre el nivel del suelo y por consiguiente el sótano parecía un piso bajo. La distribución era sencilla. Había un amplio salón orientado al norte y al sur al que daban una cocina-comedor, muy luminosa orientada tanto al norte como al sur y al este, y un pasillo en torno al cual se disponían tres dormitorios y dos cuartos de baño. Estaba amueblada con gusto y adornada con fotos y cuadros de la familia. Cecilly le contó a Mar que tanto su abuelo como su padre habían sido unos fotógrafos estupendos y ellos habían tomado la mayoría de las instantáneas.
Antes de irse a dormir Cecilly buscó un momento para quedarse a solas con Mar. La manifestó su deseo de hablar de algo que no volvería a tocar. Mar había aprendido a aceptar estas misteriosas resoluciones de Cecily Capone por lo que permaneció callada y expectante.
—Lupita, y te llamo así con todo mi cariño, quiero pedirte perdón por lo mal que te lo hice pasar. No habían razones. Me sentó fatal la popularidad. Se me atragantó. Nunca antes lo había sido. Me he dejado llevar la sinrazón y lo habéis pasado mal tú y otras personas. Quise ser la mejor, la líder y no me daba cuenta de que no estaba bien forzar a todos para que bailaran al son de mi música. Ahora, que he podido pensarlo y que te conozco mejor me gustaría poder seguir llamándote amiga y que lo seamos de verdad y no sólo que no haya hostilidad entre nosotras.
Mar callaba y Cecilly se iba poniendo nerviosa. No estaba acostumbrada a pedir disculpas y le había costado mucho soltar el discursito. Mar acabó por responderla con un “desde luego”. Esa noche le costó algo coger el sueño. Al final se dijo a sí misma que el problema era que había mucho silencio.